Vivir es lo más antihigiénico que existe, porque de
vivir se muere todo el mundo
Si algo podemos decir de Enrique
Jardiel Poncela, uno de los grandes cómicos que ha parido este país, es que no
sabes lo que te puedes encontrar en el escenario. Puede aparecerte de la nada
un hombre sin cabeza, o un hombre que se confiesas como un asesino por
agradecimiento. Rozar el absurdo, pero sin ser grotesco ni caer en el
sinsentido. Porque aunque parezca mentira, lo tiene. Al final lo tiene.
Este hombre, autor de
obras tan reconocidas como Los ladrones
somos gente honrada o Eloísa está
debajo de un almendro, murió cuando apenas había rebasado los cincuenta,
totalmente arruinado y olvidado. Había vivido enfrentado a la censura y a la
crítica que no le perdonó que atacase con dureza y alguna dosis de sarcasmo al
teatro burgués imperante en la época. Poncela les acusó de aburridos, y frente
al inmovilismo que recibían el beneplácito los críticos, arrancaba carcajadas y
ovaciones entre el público, con una premisa por estandarte. Ser imprevisible.
Sorprender continuamente al espectador.